Una sombra en la biblioteca



En el post anterior narré un episodio basado en un hecho verídico, con algunas licencias obligadas, ya que la memoria no es tan fiel como uno quisiera. Ese post despertó otros recuerdos de mi penoso paso por la escuela. Penoso desde el primer pie que puse ahí hasta el día en que, vestido de toga y birrete azules, dije adiós y para siempre a un lugar que, más que nada, fue escenario de una lenta agonía. No, no fui víctima de bullying —aunque pude serlo, dadas mis características de comportamiento: generalmente los tipos callados y aislados somos objetivos preferidos de la crueldad del prójimo—. Así que lo penoso de mi experiencia escolar no estuvo marcado por lo que pudieran haber hecho mis compañeros de clase, sino por las señas incipientes de mi trastorno esquizoide (aunque obviamente por entonces no estaba diagnosticado; ni siquiera sabía de la existencia de esa condición).

Desde muy pequeño supe que era diferente al resto. Veía con estupor cómo todos los demás niños no tenían inconvenientes para jugar entre ellos, conversar, bromear y pelearse. Yo no le entraba a nada. Me sentía relativamente protegido en las clases, pero mis peores temores llegaban con la campanilla que anunciaba los recreos. Los niños salían del salón en tropel, gritos y risas, emociones desatadas, mientras yo permanecía unos minutos en mi lugar para luego salir lentamente al patio sin saber exactamente cómo matar el tiempo. Los recreos se me hacían eternos. Hubo años —pocos— en que algún amiguito se me pegaba y el drama no era tanto. Pero ya desde entonces sabía que yo sería un solitario para toda la vida. 

La adolescencia llegó y, mientras muchos de mis compañeros comenzaban los primeros escarceos amorosos con las chicas de la promoción, yo me mantenía en un oscuro ostracismo. Y, mientras los otros muchachos daban muestras inequívocas de lo complicada que era la adolescencia (etapa de rebeldía, incomprensión y desbordes temperamentales), yo seguía siendo una sombra, dentro y fuera de clases (siempre mis calificaciones en conducta eran altísimas, pues no hacía nada malo... ni bueno. No hacía nada, salvo atender las clases y realizar los ejercicios y pasar por los exámenes de rigor). Esa etapa fue más complicada para mí: todos —o casi todos— ya flirteaban con las muchachas. ¿Qué hacía yo durante los malditos recreos? Al principio intenté infructuosamente sumarme a algún grupo de muchachos que aún no incursionaban en las conquistas amorosas, pero rápidamente me aburría, pues nada de lo que hacían y nada de lo que conversaban atrapaba mi interés. Seguía siendo una sombra muda, un elemento espectral.

Alrededor del tercer año de la secundaria abandoné todo intento de integración, era plenamente consciente de que no me fue dado el instinto gregario. Fue así como, en la búsqueda de una alternativa para hacer de los recreos algo menos aplastante, empecé a visitar la biblioteca de la escuela. Iba solo. En el interior, había más muchachos que hacían sus tareas, leían algún libro o dejaban pasar el tiempo: tal vez hubiera otros como yo. Entonces comencé a leer. Al comienzo no sabía bien qué leer: recuerdo que pedía colecciones empastadas de Selecciones del Rider's Digest, algunas revistas, luego libros pequeños sin importancia. A veces pasaba las páginas de manera automática, sin prestar atención a los contenidos, pero progresivamente la lectura me fue atrapando: fue quizás ahí donde empecé a ser un lector voraz. Pasé a ser un habitúe. Una sombra en la biblioteca. No hablaba con nadie, colocaba barreras invisibles con los otros estudiantes; eran los libros y yo, y la esperanza de que las manecillas del reloj avanzaran lo más rápido posible. 

La biblioteca fue mi refugio en los últimos tres años de escuela. Todos los recreos los pasé ahí, protegiéndome, primero hojeando distraídamente páginas y más páginas de lo que cayera en mis manos, luego volviéndome selectivo a la hora de pedir material de lectura. Fue un refugio. Pero yo sabía que era un refugio momentáneo, que más adelante saldría de la escuela para enfrentarme a un reto mayor: la vida misma; la vida en condición de solitario, y aún más adelante, consciente de la vida como esquizoide. Llegó la universidad, donde sorprendentemente pasé años mucho mejores, y todo lo demás que ya no debe formar parte de este post. Nunca olvidaré —nunca— los años nefastos dentro del colegio. Pero, a pesar de todo, algo bueno salió de todo ello: mi pasión por los libros.


Comentarios

  1. Excelente narración. Sería interesante saber cómo continúa el relato. Saludos.

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    1. Gracias, veremos qué sale para el próximo post. Saludos.

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  2. En mi caso fue todo lo contrario, quizás haya pasado los mejores momentos de mi vida en los últimos 3 años de la secundaria. Y más que nada, por mi habilidad innata con el balón, era como si la pelota hablara por mí, fue como un puente que me permitió comunicarme con mis compañeros de clase sin emitir palabra alguna, sólo jugando al fútbol. Con ese maravilloso deporte pude integrarme casi sin hacer esfuerzo alguno. Me sentía parte del grupo, respetado y valorado. En ese entonces desconocía mi condición de esquizoide, por lo que no fue una limitante de integración, sumado a que mis buenas condiciones en el deporte tapaban mis carencias como ser sociable. Había logrado sin proponermelo que me aceptaran por como era. Con nula participación en clase, siempre callado, rogando e implorando que nunca me tocara pasar al frente, en fin, todos los rasgos de una molestia inexplicable de la que todavía no era consciente y por supuesto, no había tomado la forma del trastorno. Tampoco quiero olvidarme de mencionar para cerrar esta época los primeros reproches o altercados a causa de mi mutismo, mis innumerables abstracciones mentales y los largos días libres encerrado en mi habitación sin ni quiera salir para atender el llamado por teléfono de mis compañeros.
    El entrar a la facultad significó el golpe más duro de mi existencia. Fue en ese lugar, precisamente, cuando me di cuenta que había estado siempre solo, que todos los lazos que creía haber construido no eran mas que circunstancias del momento, tan débiles e efímeros como la brisa de la madrugada. No salí del colegio preparado para caer en absoluta soledad de la noche a la mañana, fue un dolor estremecedor por aquellos tiempos que apenas pude soportar. El ambiente frío y cerrado puso al desnudo mis escasas habilidades sociales sumado a un sentimiento de culpa por verme obligado a relacionarme y quedarme constantemente en el intento. Con el transcurrir de los días, semanas, meses y hasta años la molestia esquizoide se tornó cada vez más insoportable, no sólo era la presencia agobiante de los demás, sino también llamar continuamente la atención por separarme naturalmente del resto o mis eternos silencios cuando forzosamente debía trabajar y discutir en algún grupo. Varios cuatrimestres me vi obligado a abandonar todo por la mitad y me atrasé descomunalmente en la carrera, cuando la presión esquizoide igualó y hasta superó a la presión que de por si conlleva ser estudiante universitario, dejé por completo todos los estudios. El trastorno me arrebató hasta esa pequeñas cosas esenciales e invisibles a los ojos que nos mantienen vivos.
    Ya han pasado más de 2 años desde que desistí de las pocas cosas que me importaban, y creí que este era el año indicado para reiniciarme, pero fue en vano. Me volví a dejar llevar por ese ingenuo impulso de nuestra especie, subestimé lo esquizoide de nuevo, a esta altura no hay manera de aliviar la tensión del roce social, por más que haga un esfuerzo sobrehumano, mis energías se agotan, salgo de mi casa y lo único que anhelo es regresar a encerrarme en mi habitación hasta que pase el temblor.

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    1. Es muy interesante comprobar cómo, y pese a las similitudes que podamos tener, la vida nos afecta de distinta manera. Ahora que mencionas el fútbol, a mí me pasó todo lo contrario: yo era un fanático de este emocionante deporte (lo sigo siendo), pero mi condición de esquizoide (sin saberlo en años de colegio) hizo imposible que pudiera integrarme para jugar con mis compañeros. Incluso mi viejo me llevó a jugar a las divisiones inferiores de un equipo muy conocido aquí; entrené, jugué unos cuantos partidos, pero me tragó mi condición y lo abandoné con un gran dolor; como también años más tarde abandoné la idea de continuar con una banda de rock. Sé que no podré reiniciarme (como lo has planteado), creo que es una condena de por vida.

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  3. Curioso. En mi caso mi paso por el colegio fue genial. No tenía amigos pero podía ir a la biblioteca pese a ser una niña pequeña. En el Instituto es cuando se me complicaron las cosas. Y donde también encontré en la biblioteca un salvavidas. Cuando la cerraban por algo siempre me escondía arriba esquivando a los profesores para que no me hicieran bajar al patio con los demás.
    Por aquella etapa adolescente mis padres empezaron a preocuparse por mi estado solitario y mis pocas interacciones sociales, así que empecé a mentir y decirles que quedaba con amigos cuando realmente me iba a la biblioteca. Todas las tardes.
    Para mí las bibliotecas no son sólo un refugio...son un portal a todos los mundos. A todos los conocimientos. Todo está al alcance de tu mano. Cualquier duda es resuelta. Incluso a día de hoy cuando entro en una biblioteca automáticamente respiró y me relajo. Me invade un estado de paz y seguridad.

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    1. Cierto. La biblioteca empezó para mí como un refugio, pero luego pasó a ser un lugar en el que podía aprovechar mejor mi tiempo y descubrir el mundo paralelo de los libros. Me inició en la lectura, hábito que conservo hasta hoy.

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