Una mañana en el patio de la escuela gris




Gris. No hay otro color para esta mañana de nervios disparados. El cielo es gris. El cemento del patio de la escuela es gris. Nuestros guardapolvos son grises. Los salones de clases también; no, tal vez sean blancos pero yo los veo grises. Igual que las puertas que dan la salida de la escuela, los hábitos de las monjas, las pelotas de fútbol, las nubes de algodón. Gris. Ese color que intimida y se vuelve opresor. O soy yo, que me siento estrujado por la más negra oscuridad. Porque acabo de salir al patio de recreo y he pasado por una situación humillante... 

No quiero comparar mi desdicha con lo que pasa en otras partes del mundo, donde también hay niños como los que están en este patio de recreo, solo que desnudos, con la barriga abultada, los brazos como varitas de madera corroída, los huesos en alto relieve como queriendo atravesar la piel de lámina; las piernitas como bastones, la mirada extraviada en la nada, esperando la muerte o el alimento esquivo, o sin esperar nada, rodeados por moscas negras y desperdicios y tierra e inmundicia. Succionados por parásitos. 

Pobrecitos. Pobre de mí, que acabo de ser humillado. Todavía tengo en mi cabeza la cara redonda de aquella niña rubia, de mejillas sonrosadas, grandota (yo soy más bien pequeño). No sé su nombre pero no la voy a olvidar, creo, por el resto de mi vida. Terminó con mis sueños, al menos eso pienso, porque no me ha dejado jugar con ella y con los otros chicos. Esa niña cara de globo no me la voy a sacar de la mente así de fácil. Y yo solo quería jugar. Por eso me puse en fila, detrás de los otros muchachos, esperando que la niña rubia repartiera las máquinas imaginarias. Tú eres un avión Canberra, le dijo a un niño pecoso de mirada rapaz, que iluminó una sonrisa de oreja a oreja, extendió los brazos como cruz y salió disparado, imitando con voz ronca el sonido del motor de un avión al despegar. Tú, le dijo a un niño regordete, eres, eres… un tren. Y el pequeño de mofletes rosados se fue corriendo con la espalda encogida, chucuchucuchu… tutuuuu ... y ella, la niña globo, abría la boca como un sapo y se sentía importante porque mandaba y todos a la orden, jefa, parecían decir, sin decirlo. 

Una pequeña de cara morena y moño irregular fue la siguiente. Ya, tú eres un auto Ford Mustang. No, quiero ser un avión. No, ya tenemos un avión. La del moño hizo puchero pero, qué se le va a hacer, partió convertida en un auto pero como si anduviera a pedales. Tú eres una moto 400. El destinatario de la orden tenía granitos en la cara, el pelo hecho un ovillo y pareciera que le hubiesen dado el premio mayor.¡Justo lo que quería!, gritó como un loco y luego de subir y bajar la pierna derecha como cuatro veces, sí, estaba arrancando el artefacto, se esfumó hecho un bólido. Era mi turno (y yo pensaba, ¿qué me tocará, un barco, un helicóptero, un submarino, una nave espacial?). Excitadísimo, preparaba mi garganta buscando el rugido idóneo que le correspondiera a la máquina reservada para mí. En eso, sin siquiera mirarme, la niña globo le anunció al viento su propio personaje: yo soy un cohete espacial y me voy a la luna. Y se fue. Y yo me quedé en medio del patio, perdido, rodeado por cuerpos en movimiento, por voces y sonidos de todo tipo, me daba vueltas alrededor de un mismo eje buscando detener la mirada en un punto fijo y solo conseguí marearme. No me vio. O sí me vio pero yo no estaba en sus planes. No fui ni barco ni helicóptero ni submarino ni nave espacial. Fui el mero aire. 

Faltan como 15 minutos para que termine el recreo y no sé qué hacer. En verdad, en verdad, tengo ganas de llorar y me he sentado en la banqueta gris, a un lado del patio, y veo pasar aviones, autos, motocicletas, trenes. Tiemblo, tengo frío (o yo me siento frío), un par de muchachos con caras de malos se me acercan, siento que me observan y se dicen entre ellos, qué le pasará, mira cómo tiembla. La piel se me pone áspera y porosa, cruzo mis brazos tratando de abrigarme sin conseguirlo. Mis pies traquetean sobre el piso, como patitas de ratón, siento mi cara encendida, roja, y miro por el rabillo del ojo a esos dos que, estoy seguro, me señalan con dedos venenosos y risas de hiena. Solo aguardo la sirena a que ponga fin a esta odiosa mañana en el patio de la escuela gris, bajo el cielo gris. Quiero regresar a clase; mejor, quiero regresar a casa.

Comentarios

  1. Regresar a casa. Nada me hacía más feliz que ver el rostro de mi mamá a la salida del colegio. Esa sensación de calidez y de refugio. Sentirme protegida del afuera, de todos, de todo.
    Celebro que estés escribiendo más seguido. Tan identificada con tantas vivencias tuyas. Gracias.

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    Respuestas
    1. Muy cierto. La casa, el hogar, lo que sea que haga de guarida, es siempre refugio y lugar donde podemos ser quienes somos, lejos de toda mirada o verso hostil. Gracias por leer lo que escribo, es un aliciente para continuar.

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    2. y eso que sabemos que no nos miran...pero fuera de nuestro refugio nos sentimos así.

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    3. A veces la invisibilidad es lo más visible.

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