Umbral

Mirar la vida desde un balcón. Observar cientos de argumentos de una película real ante tus narices. Mirar pasar la vida. Encorsetado en la (casi) inmovilidad, poco puedes aportar para girar la trama a tu gusto. Te mueves porque sí. Porque hay que hacerlo. De otro modo no podrías sujetarte a la gran rueda del mundo. Pero tus movimientos son breves, lentos, cuidadosos, silenciosos. Ocurren cosas a tu alrededor y a veces te llaman a participar de ellas, pero reprimes tus impulsos de sumarte al elenco de la película, puesto que el ritmo de los hechos es muy rápido para ti y los caminos ondulan por parajes que desconoces y lo desconocido atenta contra tu apego a la comodidad de sentir tus pies sobre tierra sólida. Pero, más aun, dices no porque tomar parte de la trama implicaría alternancia con otros actores de reparto y no, pues. Eso no. ¿Para qué?, te preguntas. Con lo justo te alcanza para preservar tu ubicación en el mundo. Trabajar, comprar, saludar, intercambiar frases tontas (pues a veces no nos libramos de ello), cubrir necesidades vitales. Después, nada. Después, tu mundo y asunto cerrado.

Una línea imaginaria te divide la vida en dos. Tú de un lado. Del otro, los demás. Y, si solo dependiera de tu voluntad, el otro lado te importaría tres pepinos. Mientras en tu sector está lo que te mueve el espíritu, lo que te llena emocionalmente, lo que disfrutas, tras la línea imaginaria discurre la vida objetiva, la película real, esa que está llena de situaciones que mayormente encuentras absurdas, sin sentido, inocuas, vacías. Seres como hormigas que van de un lado a otro riendo y hablando en un reino de insensatez.

Tu lado es gris. Nuboso. Te asomas a la línea imaginaria y miras que frente a ti hay colores y matices. Pero no traspasas el umbral: te quedas mirando. Y una vez que atiendes bien a lo que sucede ante tus ojos, te percatas de que esa policromía de desbordante alegría bien puede ser un mero espejismo. Pronto te das cuenta de que esos mismos que reían, alborozados, siempre regresan a sus propias vidas, muchas de ellas bastante miserables (y no hablo de miseria monetaria, sino de otra que es mucho más preocupante: la miseria espiritual. Miseria axiológica, si quieren). ¿Qué fue del glamour? ¿De aquella gloria efímera? Nada. Son solo seres como hormigas.

Vuelves tus ojos a tu lado y están tus razones de vivir. Aun cuando ellos, los seres como hormigas, suelen inquietarse por ti, porque vives encorsetado en tu propia realidad, porque no te comunicas lo mismo que ellos y oh, porque eres tan diferente y ¿no es eso un problema?, tú sientes que el gris te va bien y te es suficiente. Porque sabes que tú eres tu mejor compañía. Pobres de ellos, que no saben ser sus propios compañeros, que necesitan constantemente de otros para llenar los vacíos. Y no saben que, finalmente, ninguna otra compañía está asegurada por siempre jamás, que la única seguridad es que solo ellos estarán consigo mismos mientras vivan. No hay cadenas eternas. Tarde o temprano alguien los dejará, alguien se les morirá. ¿Habrán aprendido a vivir sin otros?

Creo que tú sí. Tú, que vives en el umbral mirando la película real protagonizada por los hombres como hormigas. Tú sí sabrás pararte cuando la soledad te sea más sola. Cuando ya nadie más te quede. Te tienes tú mismo y tu vida te bastará hasta que debas, también, salir de escena.

Parado sobre el umbral. Ríes, por fin. Los colores que ves y las risas que escuchas son polvo en el viento. Te vuelves. Y caminas, lentamente, mientras la oscuridad te succiona y te lleva directo a las profundidades de tu destino en soledad. Y saberlo, cosa extraña, te hace bien.


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