Hojas de otoño
Es bueno estar solo. Aunque la Biblia, miles de años atrás, subrayó aquello de que "no es bueno que el hombre esté solo". Quizá desde ese momento, la raza humana dio por sobreentendido que tener pareja es básico, de vida o muerte, tan necesario como el aire que respiramos. Pero creo que el Génesis se refería al hombre común y corriente.
La soledad llega a esos pocos esquizoides del mundo casi sin pedir permiso. Se instala y se repantiga en nuestro espacio íntimo con total desparpajo. Al principio, luchamos contra ella. Intentamos exorcizarla: ¡vade retro, soledad! No nos oye. No nos ve. Trae consigo la desolación, retazos de tristeza, olas de opresión y una sentencia como una daga en la garganta: vas a quedarte solo. Y eso, al comienzo, suena como el acorde disonante de una guitarra endemoniada que nos hace temer. Y el eco de esa disonancia se extiende más de la cuenta y hasta puede hacerse eterno si, en efecto, morimos de miedo a quedarnos sin nadie al lado.
Pero los esquizoides somos una raza diferente. Tarde o temprano, le damos la bienvenida a la soledad, como hemos deducido en el primer post. Empezamos a llevarnos bien con ella, cada vez mejor, no nos corremos de su presencia, no la evitamos, vivimos con ella y jugamos hasta quedarnos dormidos. Y es rico retozar a lo largo y ancho de una cama de dos plazas, poner un disco a las 3 de la mañana, atravesar la madrugada con la luz encendida y sin cuentas que rendir.
Pero siempre llega el otoño.
Y es cuando uno camina por el medio de un parque que uno siente un poco la pegada. Caminar con los ojos clavados en el cemento, decenas de hojas marchitas tejen una alfombra de vegetación mustia. El viento silba y pasa a nuestro lado, nos enfría el pecho (nos congela el corazón). Descansar en una banca de madera y metal herido de herrumbre. Ver manos tomadas, besos y miradas de complicidad. Y la soledad al lado, ya no como amiga, más bien como una intrusa que nos habla al oído y nos dice que todo está bien. Que lo bello es aparente y que la única verdad es esa: soledad, pura y simple. Dudamos... tentados estamos de arrancarle la lengua y hasta recordamos un amor de ayer... el otoño destapa viejas nostalgias.
Recogemos los pasos perdidos, mirada al cemento, y el sonido de las hojas al pisarlas amplifican nuestra condición de hombres solos. Es la hora crepuscular, el cielo está gris, caen unas tímidas gotas de una lluvia que se insinúa sin concretar, mientras escuchamos dentro de nuestras mentes una sinfonía de sonidos lacrimosos... nos vamos, salimos de escena... antes, volteamos la mirada: las hojas mueren sobre el cemento mientras la tarde se vuelve noche....
La soledad llega a esos pocos esquizoides del mundo casi sin pedir permiso. Se instala y se repantiga en nuestro espacio íntimo con total desparpajo. Al principio, luchamos contra ella. Intentamos exorcizarla: ¡vade retro, soledad! No nos oye. No nos ve. Trae consigo la desolación, retazos de tristeza, olas de opresión y una sentencia como una daga en la garganta: vas a quedarte solo. Y eso, al comienzo, suena como el acorde disonante de una guitarra endemoniada que nos hace temer. Y el eco de esa disonancia se extiende más de la cuenta y hasta puede hacerse eterno si, en efecto, morimos de miedo a quedarnos sin nadie al lado.
Pero los esquizoides somos una raza diferente. Tarde o temprano, le damos la bienvenida a la soledad, como hemos deducido en el primer post. Empezamos a llevarnos bien con ella, cada vez mejor, no nos corremos de su presencia, no la evitamos, vivimos con ella y jugamos hasta quedarnos dormidos. Y es rico retozar a lo largo y ancho de una cama de dos plazas, poner un disco a las 3 de la mañana, atravesar la madrugada con la luz encendida y sin cuentas que rendir.
Pero siempre llega el otoño.
Y es cuando uno camina por el medio de un parque que uno siente un poco la pegada. Caminar con los ojos clavados en el cemento, decenas de hojas marchitas tejen una alfombra de vegetación mustia. El viento silba y pasa a nuestro lado, nos enfría el pecho (nos congela el corazón). Descansar en una banca de madera y metal herido de herrumbre. Ver manos tomadas, besos y miradas de complicidad. Y la soledad al lado, ya no como amiga, más bien como una intrusa que nos habla al oído y nos dice que todo está bien. Que lo bello es aparente y que la única verdad es esa: soledad, pura y simple. Dudamos... tentados estamos de arrancarle la lengua y hasta recordamos un amor de ayer... el otoño destapa viejas nostalgias.
Recogemos los pasos perdidos, mirada al cemento, y el sonido de las hojas al pisarlas amplifican nuestra condición de hombres solos. Es la hora crepuscular, el cielo está gris, caen unas tímidas gotas de una lluvia que se insinúa sin concretar, mientras escuchamos dentro de nuestras mentes una sinfonía de sonidos lacrimosos... nos vamos, salimos de escena... antes, volteamos la mirada: las hojas mueren sobre el cemento mientras la tarde se vuelve noche....
muy lindo, la verdad que cuando te leia me acordaba de mi mente en las horas de viaje cotiadanas que tengo en cole hasta la ciudad donde estudio..
ResponderEliminarme gusta el tono gris que le das a tus palabras, me gustaria poder expresarme de esa manera
saludos :)
Gracias por tu valoración, saludos.
EliminarCuidado que comos os pongais íntimos se acabó la soledad!! jajaja . No es coña, deberías escribir un libro; trazar una historia con objetivo y mensaje!
ResponderEliminarQuién sabe si este blog al final derive en un libro. Veremos no? Gracias por tus comentarios alentadores.
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