La vida en un tren
Me subieron a un vagón cuando ni uso de razón tenía. Estaba solo en un compartimento. Mejor dicho, había gente a mi lado pero para mí era como si fueran objetos circunstanciales y nada definitivos. Un tren sin estaciones en las que parar (solo en mi caso). Un armatoste de estruendoso traqueteo que se desplaza sobre rieles eternos, sin destino aparente. En su cansino trayecto, el tren serpentea, va cuesta arriba, luego desciende, sigue un curso plano, mientras día y noche se alternan a través de la ventana. A lo largo de la travesía, en medio de la nada, nuevos compañeros de viaje se suman pero nada ha cambiado para mí. No los miro y corto abruptamente cualquier intento de acercamiento de parte de ellos. Miro por la ventana. Hay un paisaje cobrizo y las nubes flotan como a punto de llorar.
El tren se detiene y vuelve a iniciar recorrido. Es ya una suma de fierros cachambrosos y oxidados. Yo también he envejecido y me he evitado de apearme en alguna estación. A cada parada he mirado hacia el paisaje exterior pero no he abandonado el vagón: veo en cada lugar una amenaza distinta. Así que prosigo el viaje, sentado, cómodamente sentado, sin mucha curiosidad por lo que pueda estar ocurriendo allá afuera. Y eso que algunos compañeros itinerantes de viaje hablan maravillas del exterior. Hay fiestas, dicen. Hay mucho movimiento y gentes que se agrupan para charlar e intercambiar anécdotas. También existen dificultades y vida dura. Pero qué importa: destapen las cervezas y todos a olvidar las penurias. Hago caso omiso. No me importa. No me importa nada de todo lo que sucede fuera del tren.
Un libro en mis manos hace del viaje un recorrido menos penoso. Ya de por sí es miserable permanecer día y noche como dentro de un calabozo rodante. La lectura me acompaña pero no es suficientemente poderosa como para desobligarme de pensamientos nefastos. Ha pasado, quizá, la mitad del trayecto y todas las veces que las puertas del vagón se han abierto solo he observado un trozo de vida allá afuera y me intimida. O eso creía hasta hace poco. Creo que, en realidad, me es indiferente. Nada de lo que parece acontecer fuera de este aparato de curso fantasmagórico me seduce al punto de abandonar mi lugar al interior del compartimento. A la larga he empezado a sentir cierto afecto digamos entrañable a esta suerte de prisión sobre rieles.
Nuevas caras a mi alrededor. Estoy mimetizado con el tren. Casi soy parte estructural de sus componentes. Nadie nota mi presencia (y mejor para mí). El largo gusano sigue traqueteando y las noches son días: luna, sol, lluvia escasa, polvo y viento sibilante allá afuera. Algo me dice que es hora de salir del vagón y me acople a la vida allá afuera que lleva ya su ritmo y su paso rampante, pero digo que no porque no quiero, a estas alturas del recorrido, nada que semeje una caída vertiginosa hacia lo desconocido. No quiero descender a un infierno entre las garras y las mordidas de entidades de pesadilla. Me siento cómodo aquí, en el tren. Me he acostumbrado a su franciscana sencillez y a su encantadora monocromía. Pero persisten las voces que incordian y me alientan a salir a ver mundo, pues que me estoy perdiendo de cosas, dicen.
Pero no.
Yo vivo fielmente aquí, donde es mi lugar y mi destino. No he llegado aún a una avanzada edad y sé que cuando llegue, las cosas acá pueden tornarse incómodas. Soy consciente de esa realidad, pero no encuentro nada, allá afuera, que me inquiete tanto como para salir de esta travesía cómoda e inútil, este viaje a ninguna parte que, no obstante, tiene el encanto de sellar mi anonimato entre máscaras de gestos burlescos que son las caras humanas. Es la vida en el tren la que me protege; aun cuando me exime de aventuras que podrían ser de provecho para mí. (Me lo dicen infinidad de voces). Aunque confieso haber salido del compartimento en unas cuantas ocasiones y he estado en un tris de bajar los escalones en alguna estación, pero lo que vi no me gustó: pedazos de vida real que me parecen absolutamente desagradables, donde campean la estupidez, la hipocresía, la doble moral, el sesgo, la intolerancia de un lado a otro y del otro al uno. Un lugar de discriminación y de valores invertidos. Un falso edén de criminales y abusadores. Pero todo eso es amontonado en un sucio rincón o bajo una alfombra camuflada, y todo parece ser nada, excepto pequeños problemas. Nada que una buena juerga no pueda hacer olvidar. Sí, ¡destapen las cervezas!
No, gracias.
Mi vida es aquí, en el tren. Siguiente destino: quién sabe.
me gusta el lavado de la web...está bastante más chulo.
ResponderEliminarGracias! Había que renovar un poco.
ResponderEliminarEres mexicano o peruano?
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