Prisionero
Posiblemente, este post resulte algo reiterativo, respecto a algún otro que haya escrito con anterioridad. Puede que salgan palabras ya mencionadas, leídas, conocidas y asimiladas. No es mi intención pasarles la misma película, pero advierto que lo que se despliegue en estas líneas podría sujetarse a situaciones en las que ya me he detenido previamente. La explicación a esto es sencilla: la vida de un esquizoide es básicamente circular, gira en torno a experiencias rutinarias, con puntos de referencia predecibles, con una alarmante escasez de matices. Es hacer lo mismo una y otra vez (o no hacer lo mismo una y otra vez). Y, quiera o no, este blog intenta reflejar esa aridez, no con ánimo de buscar compadecimiento o ayuda (menos aun: autocompadecimiento; nada más nocivo que echarse a llorar sobre la leche derramada y petrificarse en una posición de víctima), ni siquiera con ánimo de jalar el gatillo de la autoindulgencia, sino de expresar ideas y reflexiones al respecto, abiertamente, sin excusas. Tampoco me he planteado ser de ayuda a otros esquizoides. Me bastaría pensar que cualquiera de ustedes, al leerlo, encuentre ciertos signos de identificación. En una: se trata meramente de compartir vivencias.
¿Por qué Prisionero?
La palabra me gusta para definir nuestro escenario. Creo que nos pinta bien: ¿O es que acaso no nos sentimos, en cierta medida, como maniatados o tras unos barrotes invisibles pero sólidos? Desde el instante en que recortamos nuestra voluntad, sometida esta al designio del destino que nos aguardaba con el sello del TEP (trastorno esquizoide de la personalidad), no podemos pensarnos enteramente libres. En un post anterior me decanté por todas aquellas cosas que hubiésemos querido hacer y no hemos podido, por culpa de nuestra naturaleza, aquella que caprichosamente nos tiene tomados de pies y manos para solo andar por este mundo con pasos y movimientos mínimos, siempre a la sombra. Pero no solo se trata, de manera simplista, de definirnos como prisioneros porque no somos dueños absolutos de nuestra voluntad. Aquello va más allá. Tiene que ver con lo cotidiano, con cosas que pasan y vivimos cualquier día, al atardecer, o cuando ya cae la noche. Tiene que ver, por ejemplo, con inmovilizarte en el sillón de tu sala, a la hora del crepúsculo, sin nada que hacer, más que esperar que el tiempo avance y, por algún milagro que no es, te brinde alguna novedad, un giro en la trama de tu vida gris y callada. (Cosa que no ocurre, naturalmente).
Juro que, estando así, he sentido mi cuerpo como una cárcel. O como si estuviera atrapado dentro de una férrea armadura que me impide emprender una salida digna a ese encierro metafísico. Y todo se hace más pesado cuando la luz va menguando, progresivamente, y te invade una melancolía que se apodera de todos tus sentidos. No ves la salida. Sientes que necesitas alguna herramienta lo suficientemente contundente para quebrar ese muro que te tiene sometido contra tus deseos. ¿Así se sentirán los autistas todo el tiempo? ¿Cómo salir? A veces, simplemente te levantas del sillón. Otras, en efecto sucede algo que te hace fugar del limbo, de la parálisis. Cualquier cosa, una llamada, un sonido extraño, lo que sea. Pero una cosa es segura: son los momentos más dolorosos. A menos, para mí. No ocurren siempre (afortunadamente). Pero ocurren. Son momentos sin explicación en los que te sientes más inerte que nunca dentro de tu ya inerte vida. ¡Que imaginen eso los no esquizoides!
Cuando me siento prisionero de mí mismo, no hay libro que valga. No hay música que me abrace. No hay el fuego mínimo que pueda encender la mínima llama de vida o voluntad. Solo siento que la modorra toma posesión de mis fuerzas, y me arrastra al fondo de un reino de sopor y pensamientos encallados en la negrura de un naufragio inminente... a una dimensión de oquedades y sinsentidos que adormecen y que ni siquiera desesperan, porque la desesperación podría servir de combustible para una autorrebelión. Es como si una fuerza desconocida me abrazara y me narcotizara para desactivarme y mostrarme la horrenda cara del vacío extremo. Como un demonio que me raptara para llevarme a un lugar inhabitable y decirme: Esto es la nada. Aquí no eres.
Todo esto lo tengo muy vívido. Me volvió a pasar hace un par de días. Y siempre a esa hora indefinida que es la bisagra entre la tarde y la noche. Si la vida esquizoide, vida quieta, plana, carente de aventuras, es de por sí difícil (a pesar de las gratificaciones que nos proporciona), cuando me siento más inmóvil e invisible, esa vida puede tornarse profundamente insostenible. Es posible que haya, incluso, esquizoides cuyos días todos se parezcan más a esas tardes mías de de vez en cuando. Me pongo en sus pies... y sí, me nace un sentimiento compasivo... lo siento.
¿Por qué Prisionero?
La palabra me gusta para definir nuestro escenario. Creo que nos pinta bien: ¿O es que acaso no nos sentimos, en cierta medida, como maniatados o tras unos barrotes invisibles pero sólidos? Desde el instante en que recortamos nuestra voluntad, sometida esta al designio del destino que nos aguardaba con el sello del TEP (trastorno esquizoide de la personalidad), no podemos pensarnos enteramente libres. En un post anterior me decanté por todas aquellas cosas que hubiésemos querido hacer y no hemos podido, por culpa de nuestra naturaleza, aquella que caprichosamente nos tiene tomados de pies y manos para solo andar por este mundo con pasos y movimientos mínimos, siempre a la sombra. Pero no solo se trata, de manera simplista, de definirnos como prisioneros porque no somos dueños absolutos de nuestra voluntad. Aquello va más allá. Tiene que ver con lo cotidiano, con cosas que pasan y vivimos cualquier día, al atardecer, o cuando ya cae la noche. Tiene que ver, por ejemplo, con inmovilizarte en el sillón de tu sala, a la hora del crepúsculo, sin nada que hacer, más que esperar que el tiempo avance y, por algún milagro que no es, te brinde alguna novedad, un giro en la trama de tu vida gris y callada. (Cosa que no ocurre, naturalmente).
Juro que, estando así, he sentido mi cuerpo como una cárcel. O como si estuviera atrapado dentro de una férrea armadura que me impide emprender una salida digna a ese encierro metafísico. Y todo se hace más pesado cuando la luz va menguando, progresivamente, y te invade una melancolía que se apodera de todos tus sentidos. No ves la salida. Sientes que necesitas alguna herramienta lo suficientemente contundente para quebrar ese muro que te tiene sometido contra tus deseos. ¿Así se sentirán los autistas todo el tiempo? ¿Cómo salir? A veces, simplemente te levantas del sillón. Otras, en efecto sucede algo que te hace fugar del limbo, de la parálisis. Cualquier cosa, una llamada, un sonido extraño, lo que sea. Pero una cosa es segura: son los momentos más dolorosos. A menos, para mí. No ocurren siempre (afortunadamente). Pero ocurren. Son momentos sin explicación en los que te sientes más inerte que nunca dentro de tu ya inerte vida. ¡Que imaginen eso los no esquizoides!
Cuando me siento prisionero de mí mismo, no hay libro que valga. No hay música que me abrace. No hay el fuego mínimo que pueda encender la mínima llama de vida o voluntad. Solo siento que la modorra toma posesión de mis fuerzas, y me arrastra al fondo de un reino de sopor y pensamientos encallados en la negrura de un naufragio inminente... a una dimensión de oquedades y sinsentidos que adormecen y que ni siquiera desesperan, porque la desesperación podría servir de combustible para una autorrebelión. Es como si una fuerza desconocida me abrazara y me narcotizara para desactivarme y mostrarme la horrenda cara del vacío extremo. Como un demonio que me raptara para llevarme a un lugar inhabitable y decirme: Esto es la nada. Aquí no eres.
Todo esto lo tengo muy vívido. Me volvió a pasar hace un par de días. Y siempre a esa hora indefinida que es la bisagra entre la tarde y la noche. Si la vida esquizoide, vida quieta, plana, carente de aventuras, es de por sí difícil (a pesar de las gratificaciones que nos proporciona), cuando me siento más inmóvil e invisible, esa vida puede tornarse profundamente insostenible. Es posible que haya, incluso, esquizoides cuyos días todos se parezcan más a esas tardes mías de de vez en cuando. Me pongo en sus pies... y sí, me nace un sentimiento compasivo... lo siento.
Soy esquizoide en grado alto pero nunca me sentí así. Mi mente nunca para, así que el tiempo se me va volando si no me concentro en lo que estoy haciendo. Si no tengo obligaciones me dejo llevar por la imaginación. Me gusta imaginar historias. Si me enfermo, por lo que no tengo nada que hacer, suelo quedarme horas en el sillón o la cama simplemente pensando. A veces me duermo de a ratos y al despertar continúo el sueño, hasta volverme a dormir. Pierdo la noción del tiempo, como cuando no aguanto más el hambre, da igual si es la tarde o la madrugada. Siento que por las venas me corre dopamina.
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