Cuando ya no importe
Me he prestado el título de una gran novela de Onetti para divagar un poco sobre nuestros grandes desarraigos, nuestra árida búsqueda de experiencias no previsibles, nuestros inmensos espacios llenos de nada y nuestro desdén por casi todo. ¿Qué tan desarraigados somos, comparados con la gente normal? ¿Es cierto que somos como cauces secos versus el torrente de energía que son ellos? ¿O hay matices en uno y otro bando?
Para nosotros, es evidente que no nos colgamos muchas cadenas de recuerdos o anhelos de aventura. Ya se sabe que la vida pasa de largo y nosotros bien podríamos permanecer reposando sobre el sofá, con un libro en las manos y música de fondo, y poco más. O acaso ni eso (claro, cuando no estamos trabajando quienes tenemos trabajo). Poco importa qué pasa allá afuera, más allá de las ventanas de nuestro espacio íntimo. Puede haber un remolino de eventos llenos de jolgorio en el exterior, y nosotros solo atinaremos a asegurar puertas y cerrar resquicios para evitar siquiera escuchar lo que consideramos una inoportuna invasión de la privacidad.
Pero, ¿y ellos? Calculo que, si generalizamos un poco, podríamos tal vez imaginarlos en una búsqueda constante, a lo largo de toda la vida, de experiencias gratificantes, amores, afectos, adrenalina, calor humano, reconocimiento, retribución a lo que han dado, dinero, poder, etc. Cada cual, en mayor o menor grado, una cosa u otra. Y los imaginamos siempre sujetos a los dictados de la memoria, cada vez que miran atrás y sonríen de solo pensar en esos momentos felices y no intercambiables por nada del mundo; momentos pletóricos de buenas compañías y grandes abrazos. Pero puede que esa sea una visión recortada desde nuestra propia orilla. Puede que muchos de ellos, sin ser esquizoides, tampoco es que tengan avidez por estar siempre pendientes de sus propios deseos o de los de sus seres cercanos o relativos. De sus recuerdos en sepia y sus glorias pretéritas.
Lo escribe Javier Marías en su novela Los Enamoramientos: "¿Qué nos importa hoy la suerte de nuestra primera novia, cuya llamada o encuentro con ella esperábamos anhelantemente? ¿Qué nos importan los amigos del colegio, y los de la Universidad, y los siguientes, pese a que giraran en torno a ellos larguísimos tramos de nuestra existencia que parecían no ir a terminar nunca?".
Más adelante, incluso, subraya cierto desapego de uno de los seres histórica y culturalmente más exaltados por los seres humanos: la figura materna. "No sé, mi madre murió hace veinticinco años, y aunque me siento obligado a que me dé tristeza pensarlo, y hasta me la acabe dando cada vez que lo hago, soy incapaz de recuperar lo que sentí entonces, no digamos de llorar como me tocó hacerlo entonces. Ahora es solo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años...".
Claro, son los pensamientos de un personaje de ficción. Pero vaya que bien podrían ser los de cualquier persona promedio. Pensar que, tarde o temprano, esquizoides o no, todos, o casi todos, en mayor o menor medida, terminaremos olvidando rostros, miradas, sonrisas de dientes blancos, caricias, favores, lealtades, soportes, vivencias emocionalmente intensas. Y si no los olvidamos, al menos se nos hacen cada vez más borrosos. Es que somos básicamente nosotros. Todas las personas que nos han rodeado (y nos rodean) han sido (y son) solo comparsa de momentos concretos de nuestras vidas. Y pese a la gratitud que guardemos hacia ellas y que ocupen un espacio relevante en nuestros pliegues, finalmente somos únicamente nosotros los que somos compañía propia en cada segundo de nuestras vidas, los que continuamos andando hacia nuestro destino, los que más importamos en nuestro propio mundo. El resto es accesorio. Relativo. Más o menos invisible.
A medida que aumentamos los años de estancia en este planeta, siento que son más las cosas que han dejado de importarnos. Es como si, poco a poco, nos despojáramos de nuestras ropas hasta quedarnos con un presente medio desnudo de todo. No sé si esto es bueno o malo, positivo o negativo, importante o irrelevante. Pero es.
Para nosotros, es evidente que no nos colgamos muchas cadenas de recuerdos o anhelos de aventura. Ya se sabe que la vida pasa de largo y nosotros bien podríamos permanecer reposando sobre el sofá, con un libro en las manos y música de fondo, y poco más. O acaso ni eso (claro, cuando no estamos trabajando quienes tenemos trabajo). Poco importa qué pasa allá afuera, más allá de las ventanas de nuestro espacio íntimo. Puede haber un remolino de eventos llenos de jolgorio en el exterior, y nosotros solo atinaremos a asegurar puertas y cerrar resquicios para evitar siquiera escuchar lo que consideramos una inoportuna invasión de la privacidad.
Pero, ¿y ellos? Calculo que, si generalizamos un poco, podríamos tal vez imaginarlos en una búsqueda constante, a lo largo de toda la vida, de experiencias gratificantes, amores, afectos, adrenalina, calor humano, reconocimiento, retribución a lo que han dado, dinero, poder, etc. Cada cual, en mayor o menor grado, una cosa u otra. Y los imaginamos siempre sujetos a los dictados de la memoria, cada vez que miran atrás y sonríen de solo pensar en esos momentos felices y no intercambiables por nada del mundo; momentos pletóricos de buenas compañías y grandes abrazos. Pero puede que esa sea una visión recortada desde nuestra propia orilla. Puede que muchos de ellos, sin ser esquizoides, tampoco es que tengan avidez por estar siempre pendientes de sus propios deseos o de los de sus seres cercanos o relativos. De sus recuerdos en sepia y sus glorias pretéritas.
Lo escribe Javier Marías en su novela Los Enamoramientos: "¿Qué nos importa hoy la suerte de nuestra primera novia, cuya llamada o encuentro con ella esperábamos anhelantemente? ¿Qué nos importan los amigos del colegio, y los de la Universidad, y los siguientes, pese a que giraran en torno a ellos larguísimos tramos de nuestra existencia que parecían no ir a terminar nunca?".
Más adelante, incluso, subraya cierto desapego de uno de los seres histórica y culturalmente más exaltados por los seres humanos: la figura materna. "No sé, mi madre murió hace veinticinco años, y aunque me siento obligado a que me dé tristeza pensarlo, y hasta me la acabe dando cada vez que lo hago, soy incapaz de recuperar lo que sentí entonces, no digamos de llorar como me tocó hacerlo entonces. Ahora es solo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años...".
Claro, son los pensamientos de un personaje de ficción. Pero vaya que bien podrían ser los de cualquier persona promedio. Pensar que, tarde o temprano, esquizoides o no, todos, o casi todos, en mayor o menor medida, terminaremos olvidando rostros, miradas, sonrisas de dientes blancos, caricias, favores, lealtades, soportes, vivencias emocionalmente intensas. Y si no los olvidamos, al menos se nos hacen cada vez más borrosos. Es que somos básicamente nosotros. Todas las personas que nos han rodeado (y nos rodean) han sido (y son) solo comparsa de momentos concretos de nuestras vidas. Y pese a la gratitud que guardemos hacia ellas y que ocupen un espacio relevante en nuestros pliegues, finalmente somos únicamente nosotros los que somos compañía propia en cada segundo de nuestras vidas, los que continuamos andando hacia nuestro destino, los que más importamos en nuestro propio mundo. El resto es accesorio. Relativo. Más o menos invisible.
A medida que aumentamos los años de estancia en este planeta, siento que son más las cosas que han dejado de importarnos. Es como si, poco a poco, nos despojáramos de nuestras ropas hasta quedarnos con un presente medio desnudo de todo. No sé si esto es bueno o malo, positivo o negativo, importante o irrelevante. Pero es.
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