¿La vida es sueño?
Minutos vertiginosos en los que se suda y se sangra. Sentir el pulso que martillea y corre al lado mientras respirar se convierte en un desafío creciente. Puedo estar conduciendo a 110 km/h en la carretera con los sonidos abrasivos de una canción veloz que escupen los parlantes mientras serpenteo por curvas peligrosas. O puedo estar trepando cerros desafiantes con una mochila a la espalda y echando una mirada abajo, donde las pistas se hacen difusas. O puedo estar bailando en la penumbra de un rincón alejado con la chica en la que pienso todos los días, muy cerca de propiciar un beso anhelado, dulce y de ojos cerrados. También he de estar en el calor de una pelea, cara a cara, puño a puño, verso a verso, el corazón acelerando el paso y volviéndome un superhéroe de cartoon. O capaz que en una salida nocturna, a pie, entre amigos y personas sin rostro, haciendo ruido al recorrer las calles del barrio bohemio de la ciudad.
A veces, los finales son felices: labios unidos, música triunfal, alegría feroz. A veces, la descarga que sella el momento es brutal y aplastante, hasta sentirse uno morir. Y otras veces, no hay final posible. Todo se corta de pronto. Es cuando la realidad toma su lugar sin previo aviso y sin importarle que la trama de lo vivido haya quedado inconclusa. No obstante, al despertar, aun sin un final (bueno o malo; feliz o trágico), la sensación es de haber vivido una experiencia extrema. Al abrir los ojos y observar cómo ciertas formas recuperan su nitidez alrededor, el pecho aún está en movimiento. Si el asunto fue demasiado intenso, el sudor se habrá mimetizado con mis ropas.
El bajón es imperativo: solo soñaba.
Cuántas veces, ¿no? Muchas a lo largo de esta vida. Sentir que todo se desploma. Y saber que lo siguiente es aceptar que todo fue solo algo que sucedió mientras dormía. Salir de la cama, arrastrarse a la vida real que llama a la puerta. Enfrentar los días en los que somos casi como ánimas. Días planos, chatos, sin precipicios ni giros imprevistos que no sean, quizá, nuestras propias crisis: la adrenalina de un arrebato posterior a alguna situación límite que escapa a nuestro control, como puede ser llegar a la frontera de la tolerancia a la soledad. Cuando ya no la soportamos y hasta parecemos decididos a terminarlo todo. Si es que alguna vez hemos llegado a tanto. Por lo demás, nuestros días son más bien estáticos, predecibles, rutinarios, como si un agujero negro nos tragara.
Si lo que nos pasa despiertos es prácticamente nada (con las excepciones de rigor, claro, pues no sé si estoy hablando en representación de la mayoría de esquizoides), me pregunto si la vida que NO es solo la podemos vivir en sueños. Si todo lo que NO nos ocurre en vela encuentra una microrrealidad cuando ingresamos en las profundidades de la noche... ¿Qué diría Freud? Probablemente que, al dormir, quien reina es el inconsciente, y que este nos fabrica una serie de argumentos a pedido para pasarla bien. O, si no es un sueño, sino una pesadilla, al menos para cambiar el ritmo de nuestra inmovilidad diurna.
Pero se me ocurre otra pregunta. ¿Realmente lo que soñamos es lo que quisíéramos vivir? ¿O es solo el resultado de una compleja red de interacciones entre el ello, el yo y el superyó?
¿Son los sueños la vía alterna por la que afloran nuestros deseos irrealizables?
¿En qué medida, realmente, quisiera verme a mí mismo bailando en la penumbra de un rincón alejado con la mujer en la que pienso todos los días? ¿En serio quiero trepar cerros desafiantes con una mochila a la espalda? ¿O es que en verdad, como esquizoide, me reconforta saber que la mayoría de mis días se parecerán entre sí y que he elegido esa suerte de inacción porque me apetece? Y que prefiero el agujero negro de la soledad antes que repartirme entre otros seres humanos, quitarme tiempo libre que dedico a mí mismo y postergar mis sosegadas sesiones de lectura o de música para socializar...
¿Qué hay, entonces, detrás de los sueños?
Si alguien tiene la respuesta, o al menos alguna hipótesis, favor de compartirla.
Felizmente, creo, son más los sueños que no recuerdo...
Yo me alejo de la gente hasta en los sueños. Nunca sentí atracción por nadie, así que jamás soñé con bailar o besar a alguien. Solo pensarlo me perturba: demasiado invasivo.
ResponderEliminarCuando mi psicólogo me pidió que realizara un dibujo libre, dibujé un paisaje: sin casas, sin caminos, sin palos de teléfono, sin ningún rastro de humanidad. Lo cual me producía una paz y felicidad inexplicable. Cuando lo analizamos me dijo que en todos los años de ejercicio profesional nunca había encontrado a alguien que dibujara algo en lo que no hubiera ni la más mínima huella del ser humano, ni siquiera en el relato que tuve que escribir porque para sorpresa del especialista, no se me ocurrió al menos ponerme como un observador, solo conté cómo se transformaba el paisaje con el correr del tiempo.