El Cementerio Fantasma
3 de Octubre, 1981
10:20 a.m.
A lápiz. Sobre el lienzo, los trazos. Luego tendríamos que usar la tinta china para delinear las formas, y las témperas para darle color. Mi idea era distinta, lo sabía: los cuadros de los otros niños, sus primeros esbozos, empezaban a formar paisajes típicos: las casitas con techo de aguas, levantadas en una pradera apacible, rejillas de madera a la entrada, el arbolito de copa frondosa a un lado, tal vez un perro o dos moviendo, impúdicos, sus colitas, correteando, olisqueándose, un sol amarillo en el cielo azul de nubes blancas; mi idea era distinta... cansado de lo predecible, nacía en mí un duende malo que reía en mi cabeza al contemplar los dibujos de mis compañeros: la playa de arenas blancas y mar turquesa (que por supuesto no existe en esta parte del planeta), las exóticas palmeras, las gaviotas benignas, las sombrillas que cobijan a las familias felices y ese maldito sol, siempre amarillo, otra vez, abrasándolo todo en la playa, utópica playa. Y estaban aquellos que parecían trasladar al lienzo sus apetitos matutinos: un bosque de frutas o una mesa servida (pan, pescado, una pierna de cerdo, vasos con leche y un inmenso pastel de chocolate en el medio). Moreyra había dibujado un barco en alta mar, un barco pesquero, con sus hombres y sus redes y sus cientos de peces/pescados, y arriba, rigurosamente, el maldito sol amarillo reinaba a plenitud.
Mi idea era distinta...
Gomes había dibujado un autorretrato, al menos, había tentado algo diferente; pero su cara era tan redonda que yo no podía dejar de ver en ella el maldito sol amarillo... creo que Gomes había plasmado sobre el lienzo una pequeña foto suya, tamaño carné, en la que aparecía con cara asustada por el rebote del flash en sus ojos o porque su madre lo miraba detrás del fotógrafo, con cara de madre colérica, porque su madre era colérica, de temer, o porque se acercaban las clases y Gomes odiaba la escuela con ira elemental. Lo cierto es que el gordo se había retratado con un gesto que parecía pedir, a los gritos, que se burlasen de él por cobarde, miedoso o lo que fuese. Y lo había logrado (obvio, inconscientemente): Moreyra no tardó en gritarle: ¡gordo gallina, gordo gallina!...
En mi carpeta, con el brazo izquierdo, yo trataba de ocultar mis primeros trazos, y la verdad ni falta que hacía, nadie se habría interesado en saber qué iba a dibujar: todo empezó con mi odio hacia el maldito sol amarillo, un sol que me parecía una cara redonda y sonriente, un enorme smile, como si todo siempre estuviese invariablemente bien, un sol petulante, un rey sin corona adorado por personas estúpidas y poco originales. Había que ponerlo en jaque, arrinconarlo en sus propias lenguas de fuego para que ardiera y se consumiera hasta que quedara reducido a una pelota de carbón. Entonces comprendí que únicamente había una señora, blanca, sigilosa, capaz de mitigar su luz amarilla y el calor inmisericorde que partía de su núcleo voraz: La Luna, The Moon, Madame la Lune, Na Lua... una Luna con sotana negra y guadaña: una Luna mortal.
Y es que mi idea era distinta... unas lomas de tierra gris bajo la Luna, primero blanca, luego opté por medio ocultarla entre una niebla espesa, así lucía tenebrosa. Me di cuenta de que era lo que yo quería, tan pronto comencé a sentir leves cosquilleos de felicidad en el estómago. Seguí: no le venía nada mal unas lápidas marmóreas, las cruces sobresalientes que atraviesan la noche. Un par de cactus como residuos de vida. Fui más allá y en el cielo azulado-gris hice aparecer una especie de espíritu volante, como mensajero de infortunios. Ya sentía cosquilleos imparables en el vientre, signos de felicidad absoluta. Un cráneo perdido entre dos huesos largos y afilados. Ya no podía decirse que mi lápiz dibujara. Corría. Resbalaba. Imparable. Tras las lomas hice surgir una calavera que asomaba, encapuchada, con la sonrisa perpetua de la muerte en su rostro descarnado, dos manos de huesos afilados y uñas largas trepaban por sobre los montículos de tierra. En conjunto era una aparición de pesadilla, gigantesca y maldita. Por dentro yo tenía una risa comprimida, como lava al interior de un volcán, presta a forjarse una salida brutal en cualquier instante, apenas mis trazos sobre el lienzo tomaran forma definitiva: podría entonces mirar a los otros niños con cara de haber fraguado una distancia absoluta de las edénicas figuras que asomaban con candidez en sus pulcros dibujos. Y me iba a reír en sus caras sorprendidas, con hambre de estrellas y sed de victoria, pensé.
Nada más lejos de la verdad...
Nada más lejos de la verdad...
4:52 p.m.
Las aguas lucen embravecidas bajo las peñas. Embisten con ferocidad. El sol, tímido e irresoluto, se ha replegado tras unas nubes de algodón. He venido hasta el mar para rumiar la ira: no he llegado a casa. Hay gaviotas de vuelo rasante. Por las peñas trepan enormes arañas rojas (¿o son cangrejos?), estrellas de mar se adhieren a la superficie rocosa y me distraen un poco, pero no del todo: no puedo dejar de odiar a la señorita Fernández, maestra de arte. No, después de lo que me dijo. No, después de censurar mi dibujo. Si ya hasta tenía el título: El Cementerio Fantasma. Luego entendí que era una afrenta para una ensotanada escuela de monjas y sacerdotes, debí imaginarlo. Las olas revientan sobre las rocas, enojadas o algo así. Ese sonido atronador me calma, por ahora, me calma.
8:05 p.m.
Hogar, dulce hogar.
–– Ma, la maestra no me dejó pintar un cementerio en la clase de arte.
–– No juegues con el tenedor y come, que se te enfría.
–– Me dijo que cómo se me ocurría dibujar algo tan horrible, que si estaba loco o qué...
–– ¡A cenar! Bajen, ya...
–– No es justo... yo no quiero dibujar playas ni casitas ni árboles ni frutas, ma...
–– Ay, ya déjate de bobadas, ¿quieres?...
Esa noche soñé con un payaso que me apuntaba con su mano enguantada y se reía de mí, bajo la carpa rojiblanca de un circo, y los demás niños reían también, y yo salí corriendo del lugar, a toda prisa, hasta llegar a un salón de espejos, corría y corría pero luego me detuve, agotado, y me miré en uno de los espejos... en lugar de mi cara una calavera me sonreía haciendo rechinar los dientes.
No pega aquí ni con cola, pero me ha parecido muy interesante algo que acabo de leer y que nos atañe, en el fondo, a todos, por lo que quiero compartir. Si Solitude me riñe, lo borraré. Lo prometo.
ResponderEliminarhttp://verne.elpais.com/verne/2017/03/06/articulo/1488817455_379547.html
Reñirte ni hablar. Es un artículo muy interesante. No sé si los esquizoides seamos, además, tímidos. Es algo que todavía no resuelvo. Supongo que sí somos, de hecho, introvertidos. Gracias a esta nota me ha dado ganas de buscar el libro de Susan McCain, "El poder de los introvertidos".
Eliminarja,ja,ja. Y a mí también.
EliminarPorque todas las personas tienen que ver las cosas de la misma manera? "Donde va Vicente? Donde va la gente"
ResponderEliminarLe faltó criterio a la profesora de arte!
Cierto. En esos tiempos la educación era aún más encorsetada y basada en esquemas muy rígidos. No sé si los escolares de hoy en día tienen maestros así. Quiero creer que no.
Eliminar¿Qué formas delinearías hoy, en este presente, sobre el lienzo?
ResponderEliminarBuena pregunta. Creo que haría un túnel muy oscuro y profundo, o tal vez un parque abandonado, con viejas bancas de madera roída por el tiempo y árboles sin hojas, las hojas en el suelo, en una tarde de otoño.
EliminarMe gusta la imagen del parque en una tarde de otoño. Será porque es mi estación preferida, con sus tonalidades ocres. Y ese misterio que rodea el ambiente, donde una podría caminar sola escuchando el ruido de la hojarasca rompiéndose bajo los pies.
ResponderEliminarSí, a mí también me gusta más. Creo que tengo una fijación por los parques desolados y por la estación de otoño.
Eliminaryo soy más de dias lluviosos (aunque no torrenciales), lo suficinete para que esté todo tapado y poder salir a pasear bajo una pequeña lluvia.
ResponderEliminarLa lluvia tiene su encanto...
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