Feliz año... Ok, no.

Entiendo que cada 31 de diciembre el mundo se vuelva loco. Fiestas, alcohol, cielos teñidos de luces y explosión de petardos. Cábalas, superstición, algarabía elevada a la potencia N. Y yo me pregunto por el motivo de tanta excitación. La respuesta objetiva es de lo más absurdo e incomprensible: el cambio de almanaque. Pero a mí me importa nada. ¿Qué podría ofrecernos el 1 de enero que no nos haya dado el 31 de diciembre? ¿O cualquier 23 de octubre o 17 de marzo? Todos estos son solo días de nuestras vidas y cada quien procura vivirlos lo mejor posible (o lo menos miserable posible). 

Cuando alguien me dice feliz año, la verdad no sé qué decirle. Mucho tiempo atrás correspondía al saludo con las mismas palabras, pero llevo buen tiempo de no hacerlo y más bien digo cosas como que estés bien o todo lo mejor para ti. ¿Por qué feliz año? ¿Qué es feliz año? Para mí no es nada. Puedo entender buenas intenciones detrás de esta frase pero de hecho me parece indudablemente pedestre —además de infantil e irracional— que casi la totalidad de humanos se deje llevar por esta orgía de sensibilidades sin razón de ser y con el nefasto añadido de la hipocresía: no todos los afectos recibidos son genuinos.

Tal vez yo sea un amargado. Me lo han dicho —de la misma manera que me han llamado grinch por pincharle las gomas a la Navidad y su explotación comercial—. Pero soy sincero. No me someto a esta danza vacía y me niego a formar parte de este carnaval patético. Hagan sus balances de fin de año, háganse promesas, formulen sus planes. Todo bien. Pero no pretendan que todos bailen al son de esta fiesta sin sentido, narcotizante, embrutecedora. 

Gracias por leerme y disculpen si ofendo a alguien. Soy un amargado, un grinch, pero digo lo que siento y al menos no me oculto bajo una careta. No, no les deseo un feliz año. Les deseo que vivan sus vidas lo mejor que puedan, en tiempo continuo y no por un mero cambio de calendario.