La amenaza exterior
Me quedo en casa siempre que puedo. Y cada vez que salgo, porque así obligan las circunstancias y las necesidades, padezco un poco (o mucho, según el caso). Cualquier esquizoide siente que afuera habitan monstruos ocultos que acechan y observan, y eso intimida. Desde luego, no son criaturas reales (quiero decir: monstruos propiamente dichos). Tampoco imaginarias: de lo contrario estaríamos hablando de una paranoia. Son entes simbólicos. O entidades a las que adjudicamos el poder de infundirnos temor. Puede ser cualquier ser bípedo con el que nos topemos fuera de casa. Pueden ser unos ojos escrutadores que empezamos a divisar a medida que nos aproximamos a una esquina. Pueden ser sombras. Cualquier presencia que, a fin de cuentas, genera que salgamos de casa en estado de alerta. A veces, de alerta máxima, cuando nos sentimos más esquizoides que nunca.
Son todos los humanos que van a cruzarse en nuestro camino los que nos causan desasosiego. Sin proponérselo, claro. Son ellos los que, amenazantes, podrían invadir nuestro espacio vital, privado, ese espacio invisible que cuidamos con celo, porque siempre que es vulnerado morimos un poco. Y no es poco frecuente que, en el mundo exterior, lejos del confort del hogar, ese espacio vital se vea roto por presencias no deseadas. Sentimos temor de que alguien nos hable; que alguien que conozcamos pronuncie nuestro nombre; que nos rocen cuerpos ajenos. Que alguien nos pida algo. Que alguien siquiera nos diga una sola palabra.
Pero esa amenaza exterior no es solo un dato cotidiano. También sirve para explicar por qué, por ejemplo, no pisamos ciertos lugares: clubes sociales, playas concurridas, piscinas llenas de gente, plazas o parques rebosantes de personas. Situaciones que, de una u otra manera, podemos evitar. Felizmente. Podemos decidir no ir a un club. Lo que sí resulta terrible es salir por necesidad: y se me ocurre una de ellas en la que pienso cada vez con más frecuencia...
Salir a buscar trabajo.
No solo es cosa de salir: el mero hecho de atravesar la puerta de casa para movilizarte, arrastrando los huesos, hacia un lugar que no has visitado con anterioridad. Es cosa de tocar puertas (literalmente o no)... ¿Hay cosa más espantosa para un esquizoide que tocar una puerta que comunica, desde el otro lado, con gente con la que tendremos que intercambiar fórmulas de comunicación? Si logramos llegar hasta una entrevista de trabajo, imagino que el temor bordeará la aversión, el pánico. Es extraño pensar así, pues una vez pasé por esa experiencia y en aquel momento el temor (o el estado nervioso) no fue tanto; lo cual me lleva a preguntarme si los esquizoides nos hacemos más esquizoides con el paso de los años. De hecho, esa única entrevista de trabajo por la que pasé bastó para ingresar a la empresa en la que trabajo ya más de dos décadas (era muy joven entonces).
Pero no me imagino pasar por eso ahora, cuando ya no tengo tal vez ese poco combustible de hace veinte años que me permitió experimentar el escrutinio del entrevistador. Hoy no me siento lo suficientemente sólido como para exponerme a una presión de ese calibre. Y eso es apremiante, porque comprendo que en cualquier momento, como suele pasar, un día no muy lejano me dirán gracias por los servicios prestados, hasta la vista...
¿Qué haré, entonces?
Esa, hasta el momento en que escribo esto, es una pregunta sin respuesta.
Cómo reinsertarme en el mercado laboral si apenas tengo fuerza para salir a enfrentar a los demonios del día a día, a los demonios del exterior, a la amenaza fantasma que me espera a la salida, apenas cruce el umbral de mi cueva protectora. Siento que me voy a hundir en un pantano, que no podré hacer frente a esta imposición del destino, que me atraparán de las piernas para derribarme: no podré pagar las cuentas, no podré mantenerme, no podré comprar medicamentos ni comida... imagino el peor escenario, el de la pobreza y la muerte por incapacidad de hallar oficio alguno.
Son pensamientos extremos, admito. Pero que se conviertan en realidad no sería tan raro. Es más, forzosamente tendrá que ocurrir.
¿Qué haré, entonces?
Me gustaría dormir... y que me despierten cuando pase el temblor.
Estoy en uno de esos días en donde veo lo que nos pasa más como un absurdo que como un problema propiamente dicho. Me he pasado todos estos últimos años buscando soluciones que jamás voy a encontrar. He intentado engañar a mi mente por todos los medios, pero al final ella es la que siempre termina engañándome. A veces, en el medio de una clase en la facultad, salgo de mi mismo y me veo como si estuviera, solo, sentado en el medio de la nada misma e intento convencerme que realmente dejé de existir, y de repente cuando casi lo logro,verme desde afuera transparente, ella me vuelve a recordar lo sola,cruel y cruda que es mi existencia. Antes de sentir dolor prefiero no sentir nada. Esto solo lo puedo lograr en el aislamiento, pero cuando me veo obligado nuevamente a socializar, mi mente me atormenta con la soledad mas pura y dolorosa. Es como si la falsa calma que alcanzo en cada periodo de largos meses en los que permanezco encerrado, mi mente me la devolviera como remordimiento en un instante partiéndome en mil pedazos de fragmentos olvidados y enterrados. En esos pequeños momentos que se me hacen eternos, es como si me apuñalara por no haber huido del camino solitario al que siempre termino por regresar. Y casi sin darme cuenta, mi vida se ha ido plagando de periodos cada vez más extensos de alejamientos y de instantes cada vez más asfixiantes de remordimiento. En fin, mi mente no es nada más ni nada menos que mi lado humano, la humanidad de la que nunca podremos escapar porque siempre la llevaremos dentro de nosotros mismos.
ResponderEliminarTe entiendo la angustia que debes sentir al poder perder tu trabajo. Yo ni siquiera me quiero imaginar el momento en el cual tenga que ir en busca de mi primero. Tal como decís, son situaciones que a la larga, quizás (ya que en mi caso no tengo escapatoria), vamos a tener que enfrentar. Ojalá nunca pierdas tu trabajo, pero creo que siempre es bueno mentalizarse en como uno va a actuar si lo peor llegase a ocurrir.