Insoportable. Levedad. Ser.

¿Hasta cuándo se puede estirar algo? ¿Todo tiene un límite? No me refiero a algo físico, medible, cuantificable. Más bien, hablo de situaciones. En este caso, de la incomodidad de estar en un espacio, rodeado por personas, a punto de querer largarlo todo. Y hablo de un lugar que me es conocido, de gente que me resulta familiar; que forma parte de mi cotidianidad. Pero que por razones que no vienen al caso ya me pesan como piedras en una bolsa. Todos los días lo mismo. Horas que transcurren y uno, inmóvil, atraviesa los momentos, por inercia, agotado. Agotado de tanta inmovilidad. Agotado de tanto de todo eso que es lo mismo. Día a día. Voces a mi lado. Voces que se acoplan a este vagón que ha quedado momificado en el tiempo. Y yo queriendo desaparecer de este sitio que me resulta familiar y que me asfixia como si se tratara de una fiesta de fantasmas haciendo ronda a mi alrededor, apuntando sus lenguas y sus risas maquiavélicas hacia mi rostro cansado. 

¿Hasta cuándo estirar todo esto?

Me veo obligado porque sí. Porque de mi estancia en este lugar depende mi sustento. Me veo obligado a enraizarme y mimetizarme con estas paredes, con estas máquinas, con lo absurdo y con lo intolerable porque así es. Porque caí de plano en este lugar, hace mucho tiempo, cuando aún desconocía muchas cosas; cuando aún no entendía por qué todo me venía así de mal: la insoportable levedad del ser, dice Kundera. Insoportable. Levedad. Ser.

Pero va llegando el límite. Voy llegando yo al límite (si es que no he llegado ya y estoy que estiro más de la cuenta). Estirar, estirar, estirar... no se puede más, pienso. Siento. Un día de estos, algo va a volar por los aires. Algo saldrá mal. Algo saldrá de su lugar para desestabilizar la supuesta armonía de las cosas. Mientras, acá todo se mueve lentamente. O no se mueve. Yo no me muevo. Soy de piedra. Soy silencio. Pero estoy agotado. A punto de arrojar una lanza. Si todo sigue como hasta ahora, algo brutal ha de pasar, porque ya no se pueden estirar las cosas más allá de lo permitido. 

Sigo acá, mientras escribo. Densidad. Agobio. No pienso hablar con las paredes. Es todo cuanto hay. No hay ni existe más. No hay pasadizos secretos, ni atajos. Llego como todos los días, vulnerable al oprobio, para sentarme a hacer lo que hay que hacer. Y todo es ensordecedor. Menos la música, que suena para hacer las cosas menos dolorosas. Pero que, dadas las circunstancias, también está impedida de salvarme por completo. Así que declaro todo en quiebra. 

Al menos hoy. Al menos, mientras se multipliquen los fantasmas que rondan a mi alrededor. 

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