El placer esquivo

"Nada le interesa", dice de mí alguien que trabaja en la misma oficina que yo.
Y agrega: "Se la pasa metido en su mundo".

Debe ser evidente que soy algo extraño, si alguien que, creo, no me conoce a fondo ya puede expresar esas cosas sobre mí. Bueno, son ocho, nueve, diez o más horas al día que compartimos un espacio físico y supongo que ya tiene una imagen bien formada de mi persona. Evidentemente, paso mucho tiempo frente a mi ordenador, mejor si llevo los audífonos puestos con música a todo volumen --así me evito de escuchar tantas tonterías--, y mantengo contacto mínimo con el resto de gente. A decir verdad, creo que antes, varios años atrás, era mucho más incómodo para mí, pues realmente me sentía fuera de lugar. Los silencios me atormentaban, me sentía a menudo presionado a decir cualquier cosa solo para evitar que me descalificaran por ser poco comunicativo, hosco, cortante, incluso hostil.

Debo admitir que, al hacerme mayor, me preocupa menos ser juzgado o descalificado. Que me digan mudo o cualquier adjetivo de similar hechura me tiene, cada vez más, sin menor cuidado. Creo que los años te van acorazando. Más vives, más sientes que te haces inmune a las críticas u observaciones sobre el hecho de que eres esto o lo otro.

Pero, volviendo a ese "nada le interesa", he de decir que esa frase representa en cierto modo algo de verdad. Es decir, si me viera desde afuera, pensaría lo mismo de mí: a este tipo todo le importa un bledo. Mientras los demás ríen por cualquier hecho irrelevante, se sorprenden ante alguna situación que ocurre ahí mismo, en la oficina, o en la pantalla del televisor, y elevan sus niveles de emoción ante hechos absolutamente banales, yo me mantengo incólume, inerte, desinteresado, indiferente. Y eso es algo que no les cabe en la cabeza a ellos. ¿Qué le pasa?, se preguntarán. No me pasa nada. Y es eso, justamente: no me pasa nada. No me afecta nada. No me interesa (casi) nada.

Desde luego, hay cosas que sí me interesan, me gustan, atrapan mi atención. Pero son cosas muy específicas, tal vez repetitivas: escuchar música, leer, mirar buenas películas en video (solo), escribir, ver fútbol, cosas así. Aunque no suelo demostrarlo: difícilmente exteriorizo. No me gustan las situaciones irrelevantes, no le hallo placer al mero hecho de conversar por conversar (cuando hay mucha gente que no concibe momentos sin intercambiar algunas frases, por más vacías que sean). Sí puedo decir, con toda seguridad, que es tremendamente mayor mi incapacidad de disfrutar que lo opuesto. Son muchas más las cosas o situaciones a las que soy indiferente, que aquellas que me despierten algún tipo de apego considerable. Intentar una lista de ellas aquí probablemente resultaría ocioso y sin sentido.

Suficiente decir que solo entré en consciencia de ello cuando supe que era esquizoide. Fue cuando descubrí esa palabreja medio extraña que recién pude ver con alguna claridad la situación: anhedonia. O la incapacidad de sentir placer. Entre las características atribuibles a los esquizoides, esa palabra aparecía por primera vez sin que uno supiera su significado. Al profundizar en ella, pues uno termina entendiendo muchas cosas. No se piense que es una exclusividad nuestra. La anhedonia también es un síntoma de depresión. Peor aun, de autismo y esquizofrenia, entre otros trastornos. Incluso, puede ser cultural (variable de acuerdo con ciertas poblaciones o etnias). En fin, es casi un mundo en sí misma. El asunto es que está ahí como una barrera que nos impide el paso hacia el disfrute pleno.

Ahora que llevo algunos años consciente de mi situación, creo que he podido asimilar que tal vez son pocas las cosas que me generan una gratificación plena. Pero no me preocupo por eso. Todo lo contrario: me resulta indiferente ser indiferente. Y si esa persona de la oficina (u otra) me dice, otra vez, que "nada me interesa" y que "vivo en mi propio mundo", ajeno a la sobrevalorada felicidad (que, dicho sea de paso, se suele confundir con exultantes momentos aislados y pasajeros), creo que solo atinaré a sonreír interiormente, mirando fijamente la pantalla de mi ordenador, sabiendo que, en algún momento, me reencontraré con el placer esquivo: sí, cuando vuelva a abandonarme en los brazos de una canción que me emocione hasta los huesos...

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