Peligro: diciembre

El año pasado también me referí a diciembre. No puedo evitar volver a hacerlo porque es un mes que detesto; que por mí me saltaría con garrocha hasta aterrizar en enero. ¿Por qué me es tan indigesto diciembre? Si todos parecen pasarlo tan bien. Simple: diciembre pone nuestras carencias esquizoides en alto relieve; las amplifica; las hace más evidentes. Porque es el mes en que se socializa hasta el exceso, en todas partes, en el trabajo con inevitables brindis; en la casa de algún familiar, donde ya es tradición juntarse a esperar la medianoche del 24 para fundirse en abrazos y soltar frases que se repiten año tras año y cuyo significado ya prácticamente equivale a nada. En las calles, donde asoman arbolitos verdes engalanados con esferas brillantes y luces de colores; donde ríe un Papá Noel sin razón alguna. Donde flota un clima de falsa hermandad (permítanme generalizar: sé que hay casos en que la gente desea parabienes de manera honesta y verdadera, pero son los menos). Una atmósfera en extremo dulzona y blanda que esconde, bajo pliegues negros, apetitos comerciales, intereses empresariales y un consumismo desbordante. 

La Navidad no es lo que era. Y eso suma mucho al momento de odiar diciembre. Pasar por un centro comercial, un mall, o lo que fuera, es torturante. Caminas a empujones, como acto de defensa, porque la masa te zarandea y puedes perder el rumbo. Gente que va deprisa. Ves en sus ojos desorbitados la enfermedad del consumo compulsivo. Ves en sus rostros desencajados que les queda poco tiempo para llenar sus canastas de regalos; regalos que en muchos casos ofrecerán por cumplir, porque así manda el manual del deber hacer, porque así es; no porque en realidad amen o guarden afectos (repito, con las excepciones del caso). El asunto es que si tomaste la mala decisión de meterte en un shopping en esta temporada, deberás asumir culpas porque te verás envuelto en un remolino de gente que lleva en la frente el signo de una tradición malsana. Te verás envuelto en una carrera contra zombis hambrientos de productos, de cosas y de materialismo. Y todo esto, con un fondo musical de villancicos dolientes. Esas canciones que, bajo una apariencia inocente y naif, en realidad te taladran el cerebro como si de una horrísona canción de death metal se tratara. 

Veo estos tiempos de fin de año como un carnaval insano. Como una celebración de la hipocresía. Como una danza artificial que expone nuestras miserias disfrazadas de solidaridad, amor y paz. Siento que diciembre es el tiempo del año en el que reinan las caretas, y donde los que tienen una cuenta bancaria suculenta hacen alarde de poder con regalos costosos y pecho inflamado de soberbia. 

A propósito, ¿alguno de estos personajes sabe o recuerda que la Navidad conmemora el nacimiento de Jesús? Digo, porque es obvio que muchos piensan en cualquier otra cosa menos en Cristo. Cuando esta gente dice feliz Navidad, ¿sabe realmente qué está diciendo? Lo dudo. Sospecho que para esta gente son solo dos palabras que hay que repetir para quedar bien o para estar en la onda o simplemente porque sí. 

Serán días duros. Para los esquizoides, sobre todo. 
Pero al menos tengo la conciencia en paz de que la Navidad, para mí, sigue siendo lo que nunca debió dejar de ser: la celebración del Señor. Y no necesito de regalos: solo un momento de oración y un abrazo del corazón con quienes más quiero. 

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