De pronto, con los pies en la calle
Es un día cualquiera y un compañero de trabajo ha sido despedido. No es la primera vez. A lo largo de varios años, he visto salir a más de una decena de ellos. Pero si antes fui testigo despreocupado (no del todo, los despidos siempre causan congoja), esta vez sí que me ha movido el piso. No es que solo haya sentido el sable pasar muy cerca a mí, sino que uno sabe cuándo puede ser la próxima víctima. Matemática simple: a más edad, más proximidad a que la empresa prescinda de mi trabajo. Es lo normal. El tiempo es vil, te va diciendo que eres cada vez menos útil, descartable.
Bueno: podrían decirme (y me lo han dicho ya) que puedo conseguir otro trabajo. Que tengo cualidades que bien podrían ser aprovechadas en otro centro de labores. Que esto y que lo otro.
Lamentablemente, nada de lo que me digan importa mucho. Nada de eso me sirve. Las voces de aliento pasan y se van, no las asimilo (aunque las aprecie). Llevo mucho tiempo en esta empresa. Llegué a ella casi sin darme cuenta, pasé toda una vida ahí; tanto que conozco todos sus recovecos. Sé cómo funciona el engranaje, sé cómo no funciona. Nunca saqué las narices de aquí. No tengo experiencia en buscar trabajo. No tengo la menor idea de cómo enfrentar entrevistas laborales. Era tan joven cuando pasé por esos avatares para llegar a esta empresa, que ya es cosa olvidada.
¿Imaginan entonces el escenario? De pronto, con los pies en la calle, sin orientación, sin saber qué hacer, adónde ir, a quién recurrir. Si el trance es complicado para la gente normal, cuánto más será para nosotros, esquizoides anónimos. De pronto, con los pies en la calle, sin plan B, ni C, ni D (y que pase todo el abecedario). Aún no ha pasado, pero todo indica que el peligro acecha y en uno, dos, cuatro o seis meses más, podría ser el siguiente.
Y sí que siento angustia, pues sé que no me sobran recursos para reinsertarme en un mercado laboral de por sí complejo. Entonces, las preguntas obligadas aparecen para torturarme, principalmente, a mitad de la noche: ¿De qué vas a vivir?, ¿cómo vas a pagar las cuentas?, ¿cómo comprarás tus medicamentos?, ¿podrás seguir ayudando a otros?, ¿y si lo pierdes todo? Etcétera.
Preguntas incómodas, pero necesarias. Preguntas que tengo la obligación de responderme, antes de que me vea de pronto viendo la luz del día, con un bolsillo agujereado.
Pero la verdad es que no tengo idea de cuáles puedan ser esas respuestas.
Sí, es un poco jodido todo esto... pero todavía, afortunadamente, no te ha pasado a tí. Mucho ánimo.
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