Nos siguen pegando abajo

Fue una broma. Y, justamente por eso, uno no puede (o no debe) molestarse ni mucho menos increparle al bromista. La broma en sí no viene al caso. Da igual. Solo diré que, como muchas otras que me han hecho desde que era un párvulo de huesos delgados y ojos saltones, aludió a mi condición de hombre de pocas palabras. Una sola frase que pareció el apoteósico final de un concierto. Solo que, en lugar de aplausos, un reguero de risas. Veamos, la broma fue bastante estúpida. No por hiriente (pues no lo fue), sino por ser demasiado obvia. Manida. Vieja. Es decir, una broma así en un programa humorístico habría sufrido el cachetazo de la indiferencia. Y que me la hagan a estas alturas de mi vida y de mis muchos kilómetros de situaciones parecidas, pues no debió pasar de ser meramente una insípida anécdota tan olvidable como un gesto imperceptible.

Pero no. Y eso es lo extraño del caso. Por alguna razón que desconozco, la broma de marras caló hondo. Me dejó pensando el resto del día. Me hizo fruncir el ceño. Me hizo recordar episodios del viejo anecdotario de mi vida. Me quitó el hambre. Me puso de mal humor. Me puso mal. Mal. No es para tanto, pienso. Y de nuevo mi mente, empecinada, que le rebusca todos los matices posibles para intentar explicar mi enojo. 

Y bueno, capaz que no he aprendido a dejar que los perros ladren y no muerdan. Capaz que, a pesar de que he podido superar situaciones similares a lo largo de los últimos años (diciéndome a mí mismo que esas cosas no me afectan), en realidad no ha sido tan así. Posiblemente subsistan rescoldos de un ayer hostil. Como si de las cenizas volvieran a brotar brasas. ¿Será posible? 

Repito: la broma fue inofensiva. Mas por algún motivo insondable, me empujó a una sucesión de pensamientos oscuros. A una letanía de lamentaciones como no experimentaba muchos años atrás. Me empujó al pesar. A la tan temida autoconmiseración. Soy esto, soy lo otro, no soy esto, no soy lo otro. Solo faltó que me flagelara, en serio. Una broma tonta que incluso me ha empujado a regresar al blog y a escribir estas líneas. (Entre la euforia del Mundial y un comprensible desinterés por escribir, había dejado esta esquina del ciberespacio hibernando a la intemperie). 

Pero debo decir que no he encontrado respuestas al porqué de mi inexplicable reacción del otro día: simplemente no sé por qué una frase tan infantil y previsible me generó tamaño desajuste interior. ¿No se superan los viejos miedos, aunque así parecía? ¿Asoman de nuevo, cuando ya los pensabas sepultados? ¿Están agazapados cerca de uno, prestos a reaparecer cuando menos lo esperas? ¿Fue ilusorio pensar que ya no importaba nada lo que te dijeran o lo que pensaran de ti y de tu ausencia de palabras? Qué decepción, hombre. 

Lo dijo Charly García: nos siguen pegando abajo.