El hombre que ríe



En artículos anteriores ya he mencionado que una de las características que más sobresalen de mi temperamento es la seriedad. Seriedad extrema, además. Casi siempre me verán con el ceño fruncido. Pero no es algo que particularmente me moleste de mí mismo, como sí ocurre con otros detalles de mi forma de ser. Muy probablemente porque no me significa un obstáculo para determinados fines —en cambio, no me gustan mi mutismo ni mi pasividad, por poner dos ejemplos, porque sí me juegan sucio en determinados aspectos—.

Hoy me puse a pensar en ello y recordé una suerte de anécdota escolar. No llega a ser tal, porque la memoria no me ha permitido volverla a mi mente en su totalidad. 

Tenía un profesor de literatura en el colegio y, cada vez que me veía pasar, me decía: el hombre que ríe. Lo decía tanto en el patio de la escuela, como en el salón de clases. No me incomodaba. Su manera de decirlo no era burlona. Era tenuemente cáustica. Era elegantemente irónica. Se trataba de un hombre algo mayor, de cabello blanco y calva incipiente. De abdomen voluminoso. Usaba gafas. Pero no recuerdo su nombre. No me era antipático; diría que hasta lucía buena onda. 

Una mañana debía leer una composición. Y he aquí que —mala suerte la mía— la memoria se difumina. Solo recuerdo que tenía que pararme al frente de todo el salón y leer una pequeña historia de ficción que había creado. Mentiría si dijera que me acuerdo con nitidez de lo que había escrito. Pero sí recuerdo el final. No sé qué habría imaginado previamente y cómo llegué ahí, pero mi historia culminaba con un hombre ahogando a su esposa en la bañera. 

Tras leer la última palabra, el salón estalló en una carcajada al unísono. El profesor de literatura, de pelo blanco, gafas y abdomen voluminoso, dijo: «Con razón eres el hombre que ríe. Qué sádico». Reí un poco por dentro, pero no dije nada. Solo caminé lentamente hacia mi carpeta. 


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